Al saber que París sería la primer parada de mi viaje, tuve mucho miedo. Ya había escuchado que los parisinos no eran los más amigables con los turistas y que preferían ignorarte o entenderte a señas aún si te entendían perfectamente en inglés. A eso hay que agregarle que no hablo francés más allá del “Ye né parlé”, “Güí”, “Si vu plé” y “Megsí”, gracias a Arceus que es una lengua romance y que al leerlo no estoy tan perdida (lo cual no es tan terrible como yo pensaba, ya me las vería después con el checo y el neerlandés). Ese sería mi primer contacto con Europa y algo me decía que no iba a ser “blandito”.
Cómo culpar a los parisinos cuando estando en los alrededores del Louvre las hordas de turistas no parecen tener fin. La historia se repite en la torre Eiffel, Montmarte, Versailles, Notre Dame y eso por encimita. La convivencia es caótica, algo que me alteraba un poco es que al pasear por las calles los peatones te susurraban cosas (que por supuesto no entendía pero infería que no eran amables palabras) o hablaban solos (en mayor cantidad a la que ya estaba acostumbrada en CDMX).
Me hospedé cerca de Gare du Nord, una imponente estación de trenes con destinos internacionales por lo que el tráfico de personas era constante. La zona no era la mejor de la ciudad y había pandillas rondando así que no me sentía muy segura como para dar paseos nocturnos. La noche que me atreví más obligada por mi estómago que por mis ganas caí en un lugar parecido a un Vips donde descubrí que el mito de la Coca Cola a 4 euros es muy real. El trato en el restaurante no fue el más cálido y me vi tentada a salir apenas se descuidara la mesera pero apechugué y me comí una hamburguesa algo desabrida ya que prefería regresar al hostal cuanto antes a seguir buscando.
Mi actitud a la defensiva con la ciudad hizo que París me pareciera un gran contraste: La arquitectura era bellísima pero las calles estaban llenas de souvenirs chinos, los puntos turísticos te robaban el aliento…así como las gitanas te robaban la cartera, los grandes escaparates comerciales eran una delicia visual pero a sus pies dormían muchos indigentes, exactamente igual que en cualquier otra ciudad, y mucho más si en CDMX la situación no es muy distinta, pero al ser un lugar nuevo y ajeno los sentimientos se intensificaban y la ciudad no terminaba por enamorarme. Qué le habrá visto don Porfi, pensaba en un intento por consolarme.
Al vivir en una ciudad tan grande como CDMX, moverme en metro fue pan comido (excepto cuando di una vuelta equivocada y terminé por primera vez frente a un tren de dos pisos que me impresionó mucho). Probablemente la situación hubiera sido diferente si París no hubiera sido mi primer ciudad europea, pero fue ahí donde viví los shocks de “esto no es México, ni siquiera América”, “aquí no hay aguacate ni limón”, “hace un chingo mil de frío”, “por qué oscurece tan rápido”, “no entiendo lo que dice la gente” y empecé a buscar cosas similares a mi país pero sin suerte. Regresaría a París, claro que sí, ya con una mejor idea sobre qué esperar de la ciudad y con al menos un cómplice para que el trago amargo no sea tan largo.
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